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Er, entre la muerte
Platón cuenta la historia de Er, un valiente guerrero de Panfilia hijo de Armenio, el cual cayó en la batalla y fue puesto en una pira funeraria, ya que no daba señales de vida. Pero su cuerpo permaneció incorrupto hasta el doceavo día en que, ante el asombro de los guerreros que velaban su cuerpo, se incorporó y relató su fantástica aventura en el mundo de las sombras.
Su alma, según su relato, abandonó su cuerpo y se encontró con otras en una maravillosa escena, donde dos abismos se abrían a través de la tierra y otros dos pasillos conducían al cielo. Aquí se sentaban los jueces supremos para pronunciar la sentencia de cada hombre. Las almas de los justos eran conducidas al camino del cielo, cada una llevando un pergamino que era su nombramiento de bendito; mientras que en las espaldas del resto se colgaban listas de sus malas acciones y tenían que descender al infierno; pero cuando llegó el turno de Er, los jueces decidieron que debería regresar al mundo de los vivos, para relatar lo que viese y oyese entre los muertos.
Vio entonces como los que acababan de morir llevaban diferentes caminos, unos iban hacia arriba y otros hacia abajo, para recibirles venían desde el cielo almas puras y brillantes, reconociéndose aquellas que habían conocido en vida ; las justas llenas de alegría y las malvadas lamentándose de lo que tendrían que soportar durante mil años. Er supo que cada crimen debía ser castigado diez veces más en el mundo de las sombras y que los mayores castigos eran para los impíos y parricidas, y las más ricas recompensas eran para los que habían beneficiado a sus semejantes.
Allí escuchó la historia del destino del tirano Ardio, que hacía mil años que había matado a su padre y a su hermano, entre otros muchos crímenes. Las almas que llevaban mucho tiempo con este asesino finalmente eran liberadas de su penitencia, ya que se habían estremecido al ver como el abismo les acercaba a él y como él y otros condenados eran arrastrados por extrañas formas atándoles de pies y cabeza, desollándoles con latigazos y rasgándoles las carnes antes de que otra vez volviesen a las profundidades de Tártaro.
Las almas que estaban destinadas a volver a la tierra permanecían una semana en ese lugar, después del día octavo partían hacia un rayo de luz y, después de cuatro días de marcha, volvían radiantes como el Arco Iris, pero más relucientes y etéreos. Esta luz es el eje entre el cielo y la tierra, y en medio del eje, cuelga por medio de cadenas el trono adamantino de la Necesidad; girando alrededor de sus rodillas ocho círculos de varios colores: El Sol, la Luna, los planetas y las estrellas. Con cada círculo gira una sirena, entonando con una sola nota, así se mezclan sus ocho voces en armonía haciendo la música de las esferas.
Alrededor del trono de Necesidad, a igual distancia, se sentaban sus tres hijas, las Parcas - Láquesis, Cloto y Átropos - vestidas de blanco y con diademas en sus cabezas. Sus voces iban al unísono a las de las sirenas: Láquesis cantaba el pasado, Cloto el presente y Átropos el futuro. Primero las almas tenían que presentarse ante Láquesis, alineados en orden por un heraldo ministro, proclamando a todos ellos:
<< Así dice la virgen Destino, hija de Necesidad: Almas errantes, vais a entrar en un nuevo cuerpo para vivir. Cada una puede elegir la que quiera sucesivamente, pero la elección será irrevocable. La virtud no distingue a las personas, se une a quien la honra y huye de quien la desprecia. Vuestro destino está en vuestras propias cabezas, los dioses no tienen culpa >>.
Primero ellos tuvieron que elegir por orden, excepto Er, al que se le ordenó que solo mirase y escuchase. Ante ellos se aparecieron todas las condiciones de vida humana, desde la tiranía a la mendicidad, la fama , la belleza, la riqueza, la pobreza, la salud, la enfermedad, todos los destinos separados o mezclados ante el bien y el mal; también había almas de animales mezcladas con las de mujeres y hombres. El ministro de los destinos no apremiaba a las almas a elegir deprisa, ya que el último tenía tan buenas posibilidades como el primero.
Pero el que eligió el primero cogió la más grande soberanía que se le ofrecía; luego, conociendo su destino, supo que devoraría a sus propios hijos, entre otras barbaridades; lloraba amargamente acusando de la elección a los dioses, a la fortuna... a todos menos a él mismo. Esta alma venía del Elíseo, y anteriormente había vivido en un estado placentero, donde debía su virtud más a la costumbre y disposición que a la sabiduría. Así pues pocas almas del Elíseo se equivocaban en su elección por querer experimentar las maldades de la vida. Por otro lado, estas se liberaban del mundo de abajo cuyos sufrimientos ya habían experimentado. De esta manera sucedía que la mayoría de las almas intercambiaban lo bueno por lo malo y viceversa.
Er sentía a la vez pena y diversión, al ver cuan extrañamente las almas hacían su elección, guiadas aparentemente por algunos recuerdos de su primera vida. Vio a Orfeo elegir el cuerpo de un cisne, como si en su odio por las mujeres que le habían destrozado, no quisiera nacer de ninguna de ellas. Vio a un cisne elegir un cuerpo humano y otros pájaros llegaron a ser músicos, mientras que Tamiris adaptaba la forma de un ruiseñor. Un alma eligió ser un león, esta era la de Ayax, hijo de Telamón, que nunca había superado su rabia cuando las armas de Aquiles fueron adjudicadas a otro y no sería hombre otra vez. A él le siguió Agamenón, cuyo primer destino también le había maleado contra la humanidad; así pues, él eligió la vida de un águila. Atalanta, admirando la fuerza que había tenido, decidió ser una atleta completa. El alma de Epeo, constructor del Caballo de Troya, prefirió la suerte de una mujer hábil con sus dedos; y el bufón Tersites, que apareció entre el resto, decidió ser un mono. Ulises fue el último de todos y, recordando el pasado, las pasadas desgracias que habían jalonado su vida aventurera, cuidadosamente buscó y encontró en una esquina una vida tranquila que todas las almas habían despreciado; entonces exclamó que aunque él hubiera elegido el primero, no habría deseado otra vida.
Cuando todas las almas habían hecho sus elecciones, en el mismo orden pasaban ante Láquesis, que daba a cada uno el genio guardián que les acompañaría el resto de sus vidas y llevaría a cabo el destino elegido. Este genio las conducía a Cloto, que les confirmaba su elección. Cada alma tenía que tocar el huso, siendo luego llevadas a la presencia de Átropos, que retorcía el hilo entre sus dedos y hacía irrompible lo que Cloto había hilado. Finalmente, ellas desfilaban ante el trono de Necesidad, el alma y su genio conjuntamente.
Desde allí pasaron a la llanura desnuda de Lete, donde ningún árbol les daba sombra para resguardarse del abrasador calor. La noche la pasaban al lado del río del Olvido, cuyas aguas debían ser bebidas, pero no en recipientes, sino que eran tomadas de su corriente; alguno bebía temerariamente de la profundidad, perdiendo toda a memoria de lo que había hecho antes. Acto seguido, caían sumidos en un profundo sueño, y hacia media noche estallaba un estruendo de truenos y terremotos, mientras las almas eran dispersadas acá y allá como estrellas fugaces a los diferentes puntos en los que renacerían. Aunque Er no había bebido del Lete, no sabía como su alma había regresado a su cuerpo, pero enseguida, abriendo sus ojos a la mañana siguiente, se encontró a sí mismo vivo sobre la pira funeraria.